Pocos pueden jactarse de haber estado presentes en cada uno de los 99 días que duró la ocupación del Jardín Hidalgo en Coyoacán. El grupo que así lo hizo, si bien no se caracterizó por su elocuencia durante las asambleas ni por su compromiso con las actividades, es el máximo exponente de la indignación que nominalmente nos convoca. Son personas que no necesitan pancartas ni micrófonos para exhibir la injusticia, desigualdad, violencia, marginación, miseria, opresión y muerte de este mundo: las llevan indeleblemente grabadas en el cuerpo. Son los que no esperaron al llamado internacional del 15 de octubre para tomar la plaza: ya vivían en ella y tras nuestra partida la seguirán habitando. Son la manifestación tangible de lo que nos indigna, nuestro argumento favorito y nuestro más agudo problema logístico. Y son también la más triste prueba de nuestras limitaciones.
Indigentes delirantes y violentos, jóvenes drogadictos expulsados de sus casas y niños integrados a una ignominiosa fuerza laboral callejera fueron presencias permanentes en el campamento. El manto de invisibilidad que usualmente los caracteriza fue rasgado tanto por la invasión de su territorio como por su natural interés en apropiarse del campamento para jugar, vender, pertenecer, dormir seguros o comer gratis. No participaron de las asambleas, muy rara vez se integraron a los debates, no accedieron a las redes virtuales, no revolucionaron su conciencia ni desarrollaron sus habilidades, no se integraron en redes de acción social solidaria ni se apropiaron de nuestros deficientes modelos organizativos. Es natural: a quienes viven en la plaza no les hace ningún sentido ocupar la plaza. La pregunta es: ¿tenemos algo real que ofrecerle a aquéllos cuyos intereses abanderamos cuando triunfalmente decimos “somos el 99%”?
Así fuera forzados por los problemas logísticos y de seguridad que estas personas representaron, me consta que muchos acampantes hicimos cotidiano el cuestionamiento en torno a su situación y contradictoria relación con nosotros. Lo que me conflictúa no es, por tanto, la calidad de nuestra sensibilidad, sino nuestra absoluta perplejidad. Tal parece que la creatividad que asumimos como característica constitutiva del movimiento se acaba en las consignas y carteles, porque cuando se trata de sacar de la calle a un grupo concreto de niños no se nos ocurre nada. Hacer un cartel que denuncie la explotación infantil para concientizar a los transeúntes sobre la existencia del problema es sencillo, combatir a las redes que la ejecutan y proporcionar a las víctimas alternativas de vida dignas es lo realmente difícil.
Al “explicar la Acampada”, labor que fue progresivamente difícil conforme pasaron los días, notamos que había una serie de preguntas que la gente tendía a plantearnos. Una de las primeras, obviamente, era la relativa a los objetivos, con frecuencia asumiendo que la ocupación era un plantón y que el cumplimiento de ciertas metas puntuales era la condición para retirarlo. Había entonces que explicar que no había metas puntuales: el fin del campamento era hacer un campamento. Por supuesto que muchísimas personas asentían, sonreían y nos felicitaban. No les quedaba claro qué rayos hacíamos ni mucho menos cómo participar, llegaban sin tener idea de cómo resolver los grandes problemas y se iban igual, pero sonaba bien eso de la indignación y cada quien lo rellenaba con el enemigo de su predilección: los gringos, el gobierno, los empresarios, la clase política, los neoliberales, etc. Esos intercambios pueden ser entendidos como la perplejidad mirándose al espejo: todos creen saber qué hacer, pero nadie sabe cómo demonios hacerlo y buscamos inútilmente en el otro las respuestas. Y, en lo que los acampantes caemos en cuenta de tan elemental verdad, para lo que tal vez necesitemos 99 días más de asambleas y debates, los indignados de la plaza seguirán vendiéndonos dulces y cigarros.
Gema Tamara Xul